viernes, 23 de junio de 2017

Perdida la mirada entre las nubes, más allá de una ventanilla que ya no veía, no dejaba de pensar... Todo vuelve, dicen ... ahora que la integración lleva ya un tiempo experimentando desaceleración a causa de la emergencia de fenómenos cuánticos, intrínsecamente aleatorios, percibo en el dominio de la estética, otra vez, la enésima, el gusto y la fascinación por la indeterminación. Entre quienes parecen haber pasado lustros luchando contra ella aprecio de repente el re-descubrimiento de su potencial creativo. Eso sí, dentro de un orden. Pero de hecho, la indeterminación siempre estuvo ahí : la determinación total es una utopía en la naturaleza. No se produce espontáneamente. Es necesario idear y construir dispositivos que la generen, como los generadores electrónicos de funciones - los osciladores, en lenguaje conocido de casi todos. Por su parte, la completa indeterminación, en la mayor parte de situaciones, también. Las distribuciones aleatorias uniformes solo surgen en los chorros de electrones de, pongamos, por ejemplo, los reactores nucleares o los viejos tubos de televisión. Pero las cosas se nos manifiestan como resultado de la aplicación de un filtro más o menos severo a una fuente más o menos ruidosa. Así que la determinación no es más que apariencia. De la misma forma, sin embargo, que su supuesto opuesto, la indeterminación. Tendemos a hallar determinado aquello que esperamos encontrar, que es reconocer, independientemente de su grado interno de desorganización. En contraposición, tendemos a experimentar como indeterminado lo inesperado, con independencia de su nivel de determinación, es decir, de organización. Creo que la razón funcional de estas paradojas es que nos cuesta trabajo prestar verdadera atención a las señales. Una vez identificadas -reconocida, pues, su significación conocida, la almacenada en los pesos de las conexiones en nuestras redes de neuronas-, no les prestamos más atención. Cuanto más conocidas, más predecibles nos parecen. Cuanto menos, menos interés  nos tienden a suscitar, de manera que, en gran parte de las ocasiones, el momento de emplear energía en su análisis puede no llegar nunca.

El control total de las cosas -el control, a secas- es una utopía que nos ha hecho soñar que quizá un día lleguemos a  sentirnos como dioses. El descontrol perfecto, solo como semidioses. Pero no nos está dada ni una cosa ni la otra.

Creer que nuestra obra es resultado de una elección, fruto de la determinación, pues, se me antoja pueril, una forma más o menos florida de narcisismo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario