martes, 10 de febrero de 2009

Sobre la publicidad encartada en los periódicos


Compras el periódico en el quiosco porque haces un trayecto de metro largo. De esa forma aprovechas el tiempo, ya que luego, cuando al llegar al despacho te sientas al ordenador, deberías hacer otras cosas. Así que, al entrar en el vagón, medio sofocado, si tienes suerte, te sientas. Vas siempre cargado con algo, así que, si no fuera porque te interesa verdaderamente saber qué pasó mientras dormías, el periódico, de dimensiones algo incómodas, sería un engorro. A pesar del incordio, haces un esfuerzo por abrirlo y das inicio a la lectura. Las noticias, de por sí, ya no son demasiado buenas, porque la prensa tiende a contar más los desastres que las cosas positivas. En realidad, no sé por qué tengo ganas de entrentarme a ese mar de horrores cada mañana. Por otra parte, los artículos de fondo acostumbran a tratar temas demasiado mundanos para mi, generalmente relacionados con la política, que parece que encandila al respetable, pero cuando tocan mi especialidad, la música, me da la impresión de que el articulista no tiene ni idea de lo que habla. Salvo honrosas y escasísimas excepciones, sea cual sea el tema, música o cuaquier otra cosa, piensas que cualquiera podía haber escrito aquello. Pero en fin, haces el esfuerzo de la lectura para estar al día de lo que pasa a la gente, de lo que piensa, de cómo es. De como somos, en fin. Es un acto de disciplina que hago muy a gusto. En principio. El problema se manifiesta cuando del interior del periódico surge un folleto de propaganda que no te interesa nada, pero que estás obligado a mantener contigo, porque no vas a dejarlo tirado por ahi, en algún asiento o, peor, por el suelo. No te queda más remedio que quedártelo con la esperanza de que al salir del coche se te aparezca una bentita papelera donde echarlo. Pero no. No hay muchas papeleras en el metro ; además, si vas leyendo, no las ves. Por eso, continuas el trayecto con el papelucho colgando, no sin dejar de sentir el incordio que te impide leer tranquilamente ni de pensar en lo que le acostumbraría a pasar por la cabeza al genio que ideó la campaña publicitaria en cuestión. Por fin sales a la calle. Hace viento. Ves la papelera un poco lejos, pero modificas tu ruta para deshacerte del muerto en cuestión, pero, a medio camino, como en una mano sostienes el periódico mal doblado, en la otra, el papelucho, y llevas colgando una cartera con un ordenador o cualquier otro cacharro, una ráfaga te libera de la pesadez, pero, al mismo tiempo, te vuelve el periódico del revés y estás en un tris de ensuciar el pavimento urbano con las malas noticias que lleva dentro. Quien quiera que sea la lumbrera o grupo de lumbreras que tomara la decisión de encartar el dichoso papelucho en las páginas centrales del diario, puede estar seguro de que, en mi, ha causado el efecto contrario del que buscaba. De paso, me lo pensaré muy mucho la próxima vez que se me ocurra invertir un euro y pico en la compra de un producto cuya generación requiere la muerte de esos seres vivos, los árboles, que cuando están vivos, tanto hacen por que continuemos respirando. ¿Saben ustedes, en realidad, por qué compro el periódico? Se lo diré. Por los chistes. Son lo mejor. De lejos.

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