Entre
los desarreglos relacionados con el exceso de vibración mecánica
del aire, sonido, en muchos casos, es incluso posible hallar
reacciones desmesuradas y graves del sistema inmune. No es una
exageración. Una vez, en Santa Cruz de Tenerife, durante la
preparación de un concierto de Côclea -Transcursus Finisterrae lo
habíamos titulado-, el personal técnico no encontraba la forma de
hacer sonar el equipo de sonido, cuyas dimensiones eran excesivas
para el propósito de la ocasión. Iban ellos nerviosos de un lado a
otro desconectando y reconectando cables sin éxito aparente. La
señal entraba normalmente en la mesa de mezclas, pero algo hacía
que los altavoces no produjeran el más mínimo soplo. Entre los
cientos de barreras posibles, alguna debía permanecer cerrada e
invisible a los ojos de un profesional poco conocedor de aquellas
herramientas. Estábamos a principios de los años 90. Es un hecho
más o menos comentado que en la España de aquella época, aún
cualquier transportista podía convertirse en técnico de sonido.
Bastaba con que adquiriera el equipo y lo llevara y trajera de aquí
para allá junto a los músicos de la orquesta de turno. Ni ellos ni
los managers tenían conocimiento ni experiencia suficiente para
exigir más de lo que les ofrecían. Quizá a causa del clima que
permitía cosas así, hubo también por aquel entonces en Catalunya
un Director General de Promoción Cultural que, no encontrando mejor
forma de discriminar entre las propuestas musicales de la época y
así canalizar los más bien escasos medios económicos, estableció
criterios de distinción cultural, política y estratégica, incluso
estética, entre la música amplificada y la que no necesitaba de ese
recurso. Tal vez estábamos pensando en ello, precisamente, o puede,
también, en aquella sonrisa afable y socarrona de John Cage, al fin
de una entrevista en Espai Poble Nou, donde dejaba entender que no le
parecía demasiado probable que a alguien se le ocurriera cometer la
temeridad de seguir sus mismos pasos, cuando, de la forma más
repentina y violenta que he experimentado en toda mi vida, una
bofetada de sonido me arrancó del ensimismamiento. Sólo una vez
tuve una experiencia comparable, aunque algo menos intensa. Fue
bastantes años antes, en el Mont Sant, la noche en que un rayo, cual
látigo cósmico, azotara la calzada frente a los cristales
protectores del bar de carretera al que habíamos ido a guarecernos
de la tormenta. Probablemente, el usuario anterior habría dejado los
canales boqueados y el técnico, justo en ese momento y casi por
casualidad, encontraba el botoncito general extraviado que los
desbloqueaba todos. Algo ensordecido, pero entero, al levantarme para
pedir que en lo sucesivo se tomaran las precauciones adecuadas, me
pareció que algo le ocurría a Clara. El ataque la había
sorprendido cuando se hallaba a menos de un metro de un altavoz
gigantesco. Su cara estaba muy roja y experimentaba una asfixia
moderada. En el estado de confusión provocado por aquella agresión,
la sensación debía ser bastante angustiosa. La posible gravedad del
desarrollo ulterior de los acontecimientos nos obligó a abandonar la
preparación del concierto en aquel punto para buscar un servicio de
urgencias a toda velocidad. Por suerte, la administración de un
corticoide puso rápidamente fin al episodio, con todos sus síntomas
excepto el acúfeno enorme que no quiso abandonarla hasta al cabo de
unas horas. Como éramos jóvenes, pudimos dar normalmente el
concierto por la noche. Sin embargo, aquel día fuimos conscientes de
que había dado comienzo nuestro viaje ineludible a la sordera.
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