sábado, 31 de agosto de 2013

Niveles altos de intensidad de sonido y el sistema inmune



Entre los desarreglos relacionados con el exceso de vibración mecánica del aire, sonido, en muchos casos, es incluso posible hallar reacciones desmesuradas y graves del sistema inmune. No es una exageración. Una vez, en Santa Cruz de Tenerife, durante la preparación de un concierto de Côclea -Transcursus Finisterrae lo habíamos titulado-, el personal técnico no encontraba la forma de hacer sonar el equipo de sonido, cuyas dimensiones eran excesivas para el propósito de la ocasión. Iban ellos nerviosos de un lado a otro desconectando y reconectando cables sin éxito aparente. La señal entraba normalmente en la mesa de mezclas, pero algo hacía que los altavoces no produjeran el más mínimo soplo. Entre los cientos de barreras posibles, alguna debía permanecer cerrada e invisible a los ojos de un profesional poco conocedor de aquellas herramientas. Estábamos a principios de los años 90. Es un hecho más o menos comentado que en la España de aquella época, aún cualquier transportista podía convertirse en técnico de sonido. Bastaba con que adquiriera el equipo y lo llevara y trajera de aquí para allá junto a los músicos de la orquesta de turno. Ni ellos ni los managers tenían conocimiento ni experiencia suficiente para exigir más de lo que les ofrecían. Quizá a causa del clima que permitía cosas así, hubo también por aquel entonces en Catalunya un Director General de Promoción Cultural que, no encontrando mejor forma de discriminar entre las propuestas musicales de la época y así canalizar los más bien escasos medios económicos, estableció criterios de distinción cultural, política y estratégica, incluso estética, entre la música amplificada y la que no necesitaba de ese recurso. Tal vez estábamos pensando en ello, precisamente, o puede, también, en aquella sonrisa afable y socarrona de John Cage, al fin de una entrevista en Espai Poble Nou, donde dejaba entender que no le parecía demasiado probable que a alguien se le ocurriera cometer la temeridad de seguir sus mismos pasos, cuando, de la forma más repentina y violenta que he experimentado en toda mi vida, una bofetada de sonido me arrancó del ensimismamiento. Sólo una vez tuve una experiencia comparable, aunque algo menos intensa. Fue bastantes años antes, en el Mont Sant, la noche en que un rayo, cual látigo cósmico, azotara la calzada frente a los cristales protectores del bar de carretera al que habíamos ido a guarecernos de la tormenta. Probablemente, el usuario anterior habría dejado los canales boqueados y el técnico, justo en ese momento y casi por casualidad, encontraba el botoncito general extraviado que los desbloqueaba todos. Algo ensordecido, pero entero, al levantarme para pedir que en lo sucesivo se tomaran las precauciones adecuadas, me pareció que algo le ocurría a Clara. El ataque la había sorprendido cuando se hallaba a menos de un metro de un altavoz gigantesco. Su cara estaba muy roja y experimentaba una asfixia moderada. En el estado de confusión provocado por aquella agresión, la sensación debía ser bastante angustiosa. La posible gravedad del desarrollo ulterior de los acontecimientos nos obligó a abandonar la preparación del concierto en aquel punto para buscar un servicio de urgencias a toda velocidad. Por suerte, la administración de un corticoide puso rápidamente fin al episodio, con todos sus síntomas excepto el acúfeno enorme que no quiso abandonarla hasta al cabo de unas horas. Como éramos jóvenes, pudimos dar normalmente el concierto por la noche. Sin embargo, aquel día fuimos conscientes de que había dado comienzo nuestro viaje ineludible a la sordera.

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