sábado, 31 de agosto de 2013

¿ Dolor de oídos? ¡No pasa nada, hombre!

El dolor de oídos no es siempre considerado un factor negativo. No son raros los conciertos donde alcanzar el umbral del dolor es un factor apreciado por el público y los organizadores. A finales de octubre de 2009, al terminar la primera campaña de toma de sonido en el Trapecio Amazónico para Sonidos en Causa, los integrantes de la Orquesta del Caos fuimos invitados a asistir a la gala popular de un concurso de vestidos en la Plaza de Toros de Cartagena de Indias. Estaba claro que se trataba de un evento cultural importante, donde es de suponer que no se había escatimado medios y recursos para que fuera un éxito. El tránsito desde el exterior de la Plaza a la zona de seguridad que nos habían asignado estaba atestado de gente. Caben unas 15000 personas en esa plaza. Difícil saber cuántas había porque el ruedo estaba lleno y las plazas se contabilizan por asientos. Pongamos unos cuantos miles. En un extremo de la arena, aunque sin llegar a tocar la valla, prolongada hasta el centro de la plaza por la pasarela y conformando así una cruz, el escenario, como es costumbre en los eventos masivos, aparecía flanqueado por altísimas y amenazadoras torres negras de altavoces, en este caso, algo anticuados y sin marca aparente. Era una P. A.1 en toda regla, que, ya al entrar, aunque inactiva, prometía todo tipo de excesos. Por eso, en cuanto me vi confinado junto a las autoridades y el jurado en un reducido recinto a menos de 15 metros de una de las columnas de altavoces y no demasiado cerca de la pasarela, me eché a temblar. Estuve un buen rato buscando la mejor forma de huir de aquello, pero no era posible : por motivos de seguridad era mejor que no nos aventuráramos más allá del vallado, nos aseguraron los guardias. ¿Qué hacíamos allí, en pleno ruedo y casi entre bastidores, si una perspectiva general y elevada hubiera sido mucho más apropiada a las tareas del jurado? No estaba claro, pero lo cierto es que por algún motivo alguien había tomado la decisión y allí estábamos. O bien nadie había tenido en cuenta la proximidad de los altavoces o bien ello había sido considerado positivo. La maquinaria se puso en funcionamiento. Entre uno y otro pase de modelos actuaban las bandas más conocidas de la ciudad. Casi todo música latina, esa noche también hubo lugar para la música electrónica de baile. A mi juicio, ese toque de modernidad no estuvo demasiado acertado, pero desde el punto de vista aural, daba exactamente igual. El sonido incisivo de los instrumentos de viento taladraba el tímpano tanto como la onda cuadrada de los sintetizadores. Desde el punto de vista de la molestia, nada tenían que envidiar al noise extremo. No puedo calcular demasiado bien cómo se escucharía en el extremo opuesto de la plaza, pero, a juzgar por el ademán de no pocos, sí puedo decir que, en aquella parcela de la arena, a más de uno le dolía. El sonido no tenía muchos graves. Seguro que portaba mucha energía en zonas especialmente sensibles del espectro. Me llamó la atención que el entorno próximo a la alcaldesa, todos amabilísimos, por cierto, parecía encantado. Igual que el jurado, compuesto principalmente por gente de la moda, la literatura y el periodismo. Muchos bailaban. Se sentían felices de compartir el evento. Aunque bastantes protegían sus oídos, pocos parecían seriamente afectados por la agresión de la que estábamos siendo objeto. Alguien tuvo la aparente benevolencia de explicar que aquel volumen de sonido era lo que el ambiente festivo requería y que eso hacía sentir bien a la gente, aunque doliera un poco, porque, además, ¿quién tenía necesidad de hablar, allí? Visto así, el mensaje era claro : si no te gusta que te duela el oído, te vas a tener que aguantar, porque aquí a todo el mundo le parece bien que así sea. Más allá de que, en general, cuando un estímulo duele, lo juicioso es no insistir en él, he aquí una interesante forma de exclusión. En el fondo, de germen de fascismo, por más que cueste admitirlo. Mientras la música sonaba, la comunicación era imposible : tratar de comentar con tu vecino que convendría ponerse a cubierto era, simplemente, ocioso. Cualquier grito, por fuerte que se profiriera, quedaba ahogado antes de llegar al exterior. Para hablar, era necesario esperar a los pases de modelos, donde, a pesar de lo agudo de la ecualización, la voz del presentador, un barítono de entonación chavista, al fin y al cabo más indulgente que la música, nos permitía un poco de respiro. Pasamos unas horas así, a la merced de las ráfagas de sonido, hasta que a alguien del grupo se le ocurrió comprar galletas a un vendedor ambulante. Creo que fue Carlos Gómez. No habíamos tenido tiempo de cenar. Comprimido a mano en forma de bolitas, el fino papel del envoltorio hizo perfectamente las veces de tapón para los oídos. Respiramos por fin. Ya podíamos movernos, bailar y sonreír, sin decir nada, por supuesto, como todo el mundo. Igual que el consumo de tabaco crea fumadores pasivos con riesgos elevados de cáncer y enfermedades cardiovasculares varias, el de según qué música genera sordos pasivos, desorientados y, a la larga, consintientes de cualquier tropelía, que, en el fondo, es de lo que parece que se trata.


1P. A. son las siglas de Public Address y se emplea genéricamente para aludir a los sistemas apilados de altavoces dispuestos a ambos lados de la escena.

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