El dolor de oídos no es siempre considerado un factor
negativo. No son raros los conciertos donde
alcanzar el umbral del dolor es un factor apreciado por el público y
los organizadores. A finales de octubre de 2009, al terminar la
primera campaña de toma de sonido en el Trapecio Amazónico para
Sonidos en Causa,
los integrantes de la Orquesta del Caos fuimos invitados a asistir a
la gala popular de un concurso de vestidos en la Plaza de Toros de
Cartagena de Indias. Estaba claro que se trataba de un evento
cultural importante, donde es de suponer que no se había escatimado
medios y recursos para que fuera un éxito. El tránsito desde el
exterior de la Plaza a la zona de seguridad que nos habían asignado
estaba atestado de gente. Caben unas 15000 personas en esa plaza.
Difícil saber cuántas había porque el ruedo estaba lleno y las
plazas se contabilizan por asientos. Pongamos unos cuantos miles. En
un extremo de la arena, aunque sin llegar a tocar la valla,
prolongada hasta el centro de la plaza por la pasarela y conformando
así una cruz, el escenario, como es costumbre en los eventos
masivos, aparecía flanqueado por altísimas y amenazadoras torres
negras de altavoces, en este caso, algo anticuados y sin marca
aparente. Era una P. A.1
en toda regla, que, ya al entrar, aunque inactiva, prometía todo
tipo de excesos. Por eso, en cuanto me vi confinado junto a las
autoridades y el jurado en un reducido recinto a menos de 15 metros
de una de las columnas de altavoces y no demasiado cerca de la
pasarela, me eché a temblar. Estuve un buen rato buscando la mejor
forma de huir de aquello, pero no era posible : por motivos de
seguridad era mejor que no nos aventuráramos más allá del vallado,
nos aseguraron los guardias. ¿Qué hacíamos allí, en pleno ruedo y
casi entre bastidores, si una perspectiva general y elevada hubiera
sido mucho más apropiada a las tareas del jurado? No estaba claro,
pero lo cierto es que por algún motivo alguien había tomado la
decisión y allí estábamos. O bien nadie había tenido en cuenta la
proximidad de los altavoces o bien ello había sido considerado
positivo. La maquinaria se puso en funcionamiento. Entre uno y otro
pase de modelos actuaban las bandas más conocidas de la ciudad. Casi
todo música latina, esa noche también hubo lugar para la música
electrónica de baile. A mi juicio, ese toque de modernidad no estuvo
demasiado acertado, pero desde el punto de vista aural, daba
exactamente igual. El sonido incisivo de los instrumentos de viento
taladraba el tímpano tanto como la onda cuadrada de los
sintetizadores. Desde el punto de vista de la molestia, nada tenían
que envidiar al noise extremo. No puedo calcular demasiado bien cómo
se escucharía en el extremo opuesto de la plaza, pero, a juzgar por
el ademán de no pocos, sí puedo decir que, en aquella parcela de la
arena, a más de uno le dolía. El sonido no tenía muchos graves.
Seguro que portaba mucha energía en zonas especialmente sensibles
del espectro. Me llamó la atención que el entorno próximo a la
alcaldesa, todos amabilísimos, por cierto, parecía encantado. Igual
que el jurado, compuesto principalmente por gente de la moda, la
literatura y el periodismo. Muchos bailaban. Se sentían felices de
compartir el evento. Aunque bastantes protegían sus oídos, pocos
parecían seriamente afectados por la agresión de la que estábamos
siendo objeto. Alguien tuvo la aparente benevolencia de explicar que
aquel volumen de sonido era lo que el ambiente festivo requería y
que eso hacía sentir bien a la gente, aunque doliera un poco,
porque, además, ¿quién tenía necesidad de hablar, allí? Visto
así, el mensaje era claro : si no te gusta que te duela el oído, te
vas a tener que aguantar, porque aquí a todo el mundo le parece bien
que así sea. Más allá de que, en general, cuando un estímulo
duele, lo juicioso es no insistir en él, he aquí una interesante
forma de exclusión. En el fondo, de germen de fascismo, por más que
cueste admitirlo. Mientras la música sonaba, la comunicación era
imposible : tratar de comentar con tu vecino que convendría ponerse
a cubierto era, simplemente, ocioso. Cualquier grito, por fuerte que
se profiriera, quedaba ahogado antes de llegar al exterior. Para
hablar, era necesario esperar a los pases de modelos, donde, a pesar
de lo agudo de la ecualización, la voz del presentador, un barítono
de entonación chavista, al fin y al cabo más indulgente que la
música, nos permitía un poco de respiro. Pasamos unas horas así, a
la merced de las ráfagas de sonido, hasta que a alguien del grupo se
le ocurrió comprar galletas a un vendedor ambulante. Creo que fue
Carlos Gómez. No habíamos tenido tiempo de cenar. Comprimido a mano
en forma de bolitas, el fino papel del envoltorio hizo perfectamente
las veces de tapón para los oídos. Respiramos por fin. Ya podíamos
movernos, bailar y sonreír, sin decir nada, por supuesto, como todo
el mundo. Igual que el consumo de tabaco crea fumadores pasivos con
riesgos elevados de cáncer y enfermedades cardiovasculares varias,
el de según qué música genera sordos pasivos, desorientados y, a
la larga, consintientes de cualquier tropelía, que, en el fondo, es
de lo que parece que se trata.
1P. A. son las siglas de Public Address y se emplea genéricamente para aludir a los sistemas apilados de altavoces dispuestos a ambos lados de la escena.
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