jueves, 5 de septiembre de 2013

Alto nivel sonoro, adicción y negocio

El constante entretenimiento de la atención con banalidades sonoras está más extendido y es más valorado que cualquier uso selectivo de la escucha. La elección concreta de un determinado contenido sonoro con la finalidad de dedicarle toda la consciencia es una práctica rara. Puede parecer normal estudiar, leer, escribir o practicar yoga con música de fondo. Si por normal se entiende que lo hace la mayoría de la gente, en ese sentido, lo será solo si eso es lo que de verdad ocurre. No existen datos para sostenerlo con total seguridad. Debería ser sorprendente encontrar gente convencida de que todo el mundo habría de aceptarlo en cualquier situación, máxime, cuando no tenemos ninguna necesidad vital de estar constantemente sumergidos en un baño de música. A veces imagino una entidad no humana inteligente buscando explicación a esas extrañas y estructuradas vibraciones elásticas del aire, a menudo simétricas en diversos órdenes de magnitud y manando de cajas negras de marcado campo electromagnético variable, cercanas a los diedros y triedros de las estructuras arquitectónicas subterráneas donde unas largas máquinas tubulares trajinadoras de gente se detienen de vez en cuando con cierta regularidad. Encontraría lo mismo en otros transportes, grandes superficies, bares, clínicas, salas de espera, celebraciones deportivas; por todas partes. ¿Cómo la entenderían los delfines, los chimpancés o la entienden perros, gatos, moscas, mosquitos? En mi ensueño, tarda mucho en comprender que la esencia de ese sonido, lejos de ser resultado de la disipación propia de los procesos mecánicos directamente relacionados con esas actividades, es de una naturaleza paralela y completamente independiente: la estética. Arbitrariedad, capricho, pulsión, ¿de dónde proviene la tensión que conduce en tantas situaciones a considerar casi incuestionable que la música deba estar perennemente sonando y, mejor, si es a alto nivel? 

Por descontado, no puedo dar respuestas generales; pero sí es cierto que existen formas de negocio que podrían estarse beneficiando de esa práctica y hasta contribuir en su incentivo. Parece haber correlación entre el incremento del consumo de alcohol y los niveles altos de la música. Más concretamente, los resultados de ciertas experiencias muestran que los altos niveles de intensidad de sonido llevan al incremento del consumo de alcohol y, también, a la reducción del tiempo medio invertido en apurar las copas en los bares. Casi todas las noches en casi todos los bares de la tierra ocurren simultáneamente dos cosas : una es que las luces se atenúan y la otra, que la música se intensifica. Es la señal de que acaba de dar comienzo la noche. Ya hemos visto cómo la subida del nivel de intensidad de sonido obliga a gritar y que el grito lleva así mismo al grito aún mayor. Se trata de una realimentación positiva cuyo único mecanismo de control es la resistencia de las cuerdas vocales. Al cabo de un rato de luz baja y música alta, un bar cualquiera termina sonando más fuerte que una excavadora a unos metros de distancia, así que, en su interior, la gente termina muda o autista tras claudicar en sus intentos naturales de comunicación y dedicando su atención primordialmente al contenido de sus copas. No puedo imaginar un propietario de bar nocturno que no espere ese momento. La gente que se sienta a hablar alrededor de una mesa con sus copas no son tan buen negocio como los que, mudos, unos frente a otros, siguen el ritmo de la música con sus cabezas. No sólo lo cuentan los estudios académicos a los que uno accede de vez en cuando. Lo escuché decir una vez a una camarera en un bar del puerto Tabatinga, justo en medio del Amazonas, cuando ya tiene un kilómetro de ancho. El bar donde habíamos tomado unos refrescos antes de empezar nuestras sesiones de grabación era bastante tranquilo. Unos lugareños jugaban a las cartas y Carlos se decía “cómo sería esto de bonito si no hubiera música”. Al menos, pensaba yo, no estaba tan fuerte como los bares de Leticia. Sonaba algo que no sabría cómo denominar. Internacional, tal vez. Canciones como de Eurovisión y otras cosas parecidas, todas bastante vulgares. Sea como fuere, mucho menos fuerte y distinta de la que luego oiríamos resonar por todo el puerto. Como el de Leticia, este se escuchaba sumido en una pelea de vallenatos, reguetones y quién sabe qué otras especies. Poquísima salsa y canción melódica brasileña. Desde luego, nada de samba ni bossa-nova. Allí no había lugar para sutilezas. Un sonido que superaba el nivel de la mayoría es el de las puertas de las camionetas de los transportistas de tierra y sus trajines : golpes sobre la chapa de sus vehículos, motores que arrancaban, otros que paraban, cajas que entraban y salían, sacos que se depositaban sobre el piso metálico. El martilleo de las balsas flotantes de avituallamiento y los golpes sobre los contenedores se reflejaban en la fachada de madera de la casa de atrás, una cuyo único componente metálico era una antena parabólica dispuesta horizontalmente sobre su tejado. Estábamos cuatro grados al sur del Ecuador. Como siempre, algún niño corría y gritaba. También algún adulto lo hacía. Los menos ruidosos, los porteadores : al enfocar la atención en ellos, parecían personajes de una película con una banda sonora equivocada. Remontaban silenciosos el lecho del río cargados con inmensos sacos de cebollas más grandes que ellos. Casi seguro que pesaban más. Se servían de una cinta para tirar del saco también con la frente. El paso de unos pocos años así terminaría silenciosamente con su columna. Escogimos una posición para la grabación en el extremo sur del malecón de Tabatinga, muy cerca del agua. Tras de nosotros, a ocho metros escasos, un chiringuito atronaba con vallenatos que, por la confusión con las otras músicas, se me antojaban entonces como corridos mexicanos. Cosas de la percepción alterada, seguramente. Para mis adentros me decía que aquello parecería ser el caso opuesto al de la privación sensorial. Tiene sentido pensar que la saturación de los sentidos es capaz de producir efectos perceptivos emparentados con los de la privación. Un chorro de sonido omnipresente y aún mas intenso que el generador eléctrico que rabiaba justo enfrente de mi vista hacía que el subir y bajar de la gente de las barcazas no pudiera ser asociado a señal acústica alguna. La música lo enmascaraba casi todo. Aparte del generador, procedente del muelle flotante que tenía ante mí, destacaba una música melódica como las de Eurovisión. Tan intenso era mi entorno cercano que, a pesar de verlas transitar río arriba y abajo, no se escuchaban los motores de las embarcaciones. Otra vez esa sensación de estar ante una película con una banda sonora incoherente. Llovía un poco. Se notaba en el agua, pero, claro, no se oía. Tras un cuarto de hora de toma de sonido ambiental, por primera vez en esa tarde un pájaro se dejaba oír. Muy rítmico, no paraba de dar vueltas a mi alrededor. Luego paró, pero tras un trueno fuerte, dio nuevamente paso a su letanía. Hacía años que no veía el arco Iris. De repente me descubría pensando que había tenido que ir al Amazonas para verlo de nuevo por encima de una barraca de la que salía un chorro acústico de tortura compuesto de vallenatos, chucuchucus y corridos, de un Kitsch tan solo comparable al de las canciones de Eurovisión que me llegaban desde el lado opuesto. Una tercera música caribeña, pero bien colonizada por acordes de cuatro notas, a lo Berklee, entraba en conflicto con las anteriores. Imposible determinar el ritmo. ¡Tan confuso era el ambiente! Sólo podía identificar el acordeón. Sería vallenato. Casi lo hubiera asegurado, pero, finalmente, al comprobar con mis propios ojos que el pájaro en cuestión no era otra cosa que una rana, decidí que mejor dejar pasar los tres minutos de grabación que nos quedaban y no luchar más tratando de escuchar. Mi oído estaba extenuado. Como mi mente. De hecho, no sé si existe alguna diferencia entre el uno y la otra. Al entrar en la explanada del puerto, algo más lejos del agua, no me sorprendió comprobar que la fuente de vallenato no era única : cada uno de los más de cuarenta chiringuitos expulsaba a todo trapo su propio vallenato, reguetón o lo que fuera, por medio de amplificadores Fender monofónicos de 500 Watt para guitarra o bajo. Con el botón de volumen esclerotizado en su posición más alta, por supuesto. Estábamos sedientos otra vez y nos sentamos a tomar algo en una de las cuarenta y pico terrazas. Ninguna era ideal, así que no dudamos demasiado. Tanto daba. La explanada estaba llena de gente, así que escogimos la primera que encontramos con una mesa libre. El Fender de turno, literalmente, ladraba, pero el del chiringuito de al lado, también. No había opción. Junto a nosotros, un grupo de cuatro colonos, sentados a una mesa en cuya superficie ya no cabían más botellas de cerveza, se miraban sonrientes. Por el suelo también había botellas de cerveza de litro. Por supuesto que no hablaban. No podían. No podíamos nadie de los sentados en aquella terraza. De pié y algo hieráticas, sin dinero para sentarse y tomar algo, unas indias de una etnia que no supe identificar parecían perplejas. ¿Sería por nuestra apariencia de extranjeros o por el follón aquel que no había quien lo aguantara? Al levantarnos a pagar, junto al Fender rabioso, Carlos preguntó a voces a la camarera : “¿por qué ponéis el volumen tan fuerte?”. Sin apenas un gesto en la cara y señalando a la mesa de los colonos, dijo : “por los borrachos...”; e, impertérrita, se fue a otra cosa.